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Resident Evil Villege |
I
Carl
Rogers odiaba a los humanos, odiaba a la sociedad y ahora su odio se había
multiplicado, porque actualmente esos humanos se habían convertido en muertos
vivientes y de alguna manera siempre supo que su raza se iba a convertir en
zombis. Así que, había preparado su casa para ese día, día al que los grandes
noticieros—antes que dejasen de existir—llamaron: “La Era Z”.
Carl
Rogers, todas las tardes, luego de desocuparse de todas sus actividades, se
sentaba en su sofá a tomar algunos de sus variados licores y a escuchar música
de los géneros: clásica o nueva era. La tarde del 25 de enero del 2023 disfrutaba de los grandes éxitos de Enya, su
cantante favorita. Casi siempre terminaba derramando algunas lágrimas al terminar
el cd, y para ese momento ya estaba algo mareado.
Cuando
se hicieron las siete de la noche, se levantó de su sofá para sacar el cd de la
cantante irlandesa y luego guardarlo en una caja de plástico de una edición
especial del 2005. Después apagó su equipo de sonido y puso una dvd en el
reproductor. La película que pondría: “Soy Leyenda”, con Will Smith. Amaba esa
película, se la sabía a la perfección, cada palabra, cada detalle. Todo en la
película era perfecto, todo, excepto que Samantha o Sam, moría. Siempre lo
lamentaba, siempre lloraba aquella actuación de Will Smith cuando tuvo que,
obligatoriamente, acabar con la vida de su mascota y su única compañera. Él
lloraba con el dolor de Will, y en su mente siempre decía: “Vamos Sam, te vas a
poner bien, aguanta un poco, Will te hará un antídoto”; pero Will siempre le
rompía el cuello.
A
las nueve de la noche, Carl Rogers apenas podía llegar a su cama y echarse a
dormir para abandonarse en un profundo sopor, en donde constantemente soñaba
con ella, con su sonrisa, con sus bellos y grandes ojos color miel, su suave y
delicada piel, su inteligencia y su amor; su amor hacia él.
Por
ella, él había llegado a hacer una especie de tregua con la humanidad, por ella
había disminuido su fobia hacia una sociedad que él siempre consideró egoísta.
Durante ocho horas de sueño, ella volvía a amarlo, volvía a ser parte de su
ser. Pero a diez minutos para las cinco de la madrugada, su gallo siempre lo
levantaba, colocándolo nuevamente en su realidad. A esa hora, Carl Rogers se
dirigía al baño para ducharse con agua fría, se cepillaba los dientes con crema
de calcio y flúor, se colocaba una ropa limpia y después iba a su cocina a
prepararse un café bien negro, dos tostadas con mantequilla y jalea, y dos
huevos fritos con una tajada de queso. Una vez tomado su desayuno, salía a su
patio el cual era suficientemente grande para su propio y pequeño ecosistema.
En
la sala de su hogar, un monitor mostraba todos los ángulos de la casa hacia el
interior y el exterior. En el exterior—próximo a los muros—siempre estaban los
muertos vivientes en una especie de letargo, esperando que algún día él se
decidiera a abrir las puertas de su amurallado refugio. Pero los zombis no eran
a lo que más temía Carl Rogers, sino a grupos de sobrevivientes humanos, ya que
éstos últimos eran inteligentes y podrían hacer un plan para penetrar en su
casa. En el monitor no se mostraban humanos ni zombis dentro de su patio; era
seguro salir, pero aun así se colocó su pistolera que iba ceñida a su cintura
como si se tratase de un vaquero del viejo oeste. En esta pistolera portaba una
Beretta, dos cargadores de cartuchos 9 mm
y un grande y afilado cuchillo de combate. Carl Rogers desplegó todos
los pestillos y pasadores de su puerta los cuales emitían un ruido como si
estuviese abriendo la puerta de un pabellón de Alcatraz. Eran las seis en punto
de la mañana cuando sus pulmones se cargaron de aire fresco y su cuerpo recibía
los primeros y agradables rayos del sol. Siempre lo llenaba de vigor y también le
recordaba a ella.
II
Carl
Rogers tenía en su patio un complejo ecosistema autosustentable. Había
convertido una piscina en una laguna artificial que no tenía nada que envidiar
a una formada por la naturaleza. En dicha laguna criaba peces tilapia que se
alimentaban de algas—estos peces tienen
el poder de reproducirse de manera exponencial—. Las algas recibían nutrientes
de las excreciones de sus gallinas ponedoras y de sus gallos que estaban
puestos en un pequeño corral aéreo el cual asemejaba a un puente sobre la
piscina. El agua que llegaba a esta laguna artificial era sacada del subsuelo
por bombeo por la fuerza del viento a través
de un modesto y elevado molino.
Con
toda esa agua de la piscina, rica en nutrientes, Carl Rogers cultivaba
hortalizas y algunos tubérculos, además, había hecho unos canales donde
cultivaba la base alimenticia de todo su complejo: “la lenteja de agua”, una
planta acuática que tiene tanta proteína como la soya, y por añadidura esta
planta también tiene el poder de purificar el agua.
Lo
primero que hacía Carl al salir al patio era alimentar a sus gallinas y a su
gallo, lo cuales no paraban de cacarear hasta recibir su desayuno. Después, él
recogía los huevos frescos y los colocaba en una cesta. Finalizada esta tarea
avanzaba hacia un corralito donde tenía una docena de cabras enanas africanas,
de las cuales tres eran machos, siete hembras y el resto eran dos hermosos
cabritos. Carl Rogers alimentaba a las cabras con lenteja de agua y restos de
algunas hortalizas. Ordeñaba a las hembras de las cuales sacaba en promedio
cada día, diez litros de leche fresca
para preparar queso y mantequilla.
Carl
Rogers cantaba mientras ordeñaba a las cabritas, cantaba las canciones que
solía cantar ella cuando realizaba esa
misma actividad de ordeñar. De la calle, cerca de los grandes muros de su casa,
provenían los lamentos de los muertos, nunca paraban, a veces eran menos
intensos, otras veces muy leves, y de manera extraña, en algunos días, no se
escuchaba ni un lamento; pero durante tres años de aislamiento él había aprendido
a tolerarlos, no se acostumbraba por completo, pero tenía sus cantos para no
pensar tanto en ellos.
—Esto
deben ser catorce litros de leche—dijo en voz alta viendo la cantidad
recolectada. Dio las gracias a sus pequeñas cabras que no superaban en tamaño a
un perro mediano.
Luego
que Carl Rogers recolectara aquella leche, se dirigió a su laguna artificial
para pescar algunas tilapias. Ese día quería comer pescado frito con papas y
una ensalada con las hortalizas frescas de su patio.
Después
de pescar, recolectó también lenteja de agua y la puso a secar en el sol.
Posteriormente hizo mantenimiento a su pequeño terreno, revisando las plantas
que servían de repelentes para alejar los parásitos que quisiesen comer sus
siembras. Esta era la rutina de Carl Roger por diez años antes de la Pandemia que
arrasó casi por completo a la humanidad, así que esto era normal para él, era
un placer de hecho. Antes del apocalipsis él era un diseñador gráfico con mucho
talento, sus servicios lo solicitaban diversas empresas y particulares, y no
tenía necesidad de salir de su casa para trabajar, todo lo hacía a través del
internet. Así lo había planeado él luego de convencerse de que la humanidad se
iba convertir en muertos vivientes; se puede decir con seguridad que se había convertido
en todo un ermitaño moderno y civilizado. Por lo general, antes del fin del mundo,
salía a la calle una vez cada dos meses, salvo raras excepciones que
llegaba a salir dos veces al mes. Tenía mucho dinero en sus cuentas porque le
pagaban muy bien, y ese dinero solo lo usaba para abastecerse de víveres de
larga duración que luego almacenaba para al menos durar entre diez a veinte
años. También compraba medicinas, licores, tabaco para mascar y repuestos para
sus equipos, y alguna que otra cosa para su entretenimiento.
—Esta
rodilla se ve muy mal—le dijo ella un día que él tuvo el valor de ir al médico
cuando se dislocó la rótula en una caída que tuvo en su estanque.
Ella
era hermosa, él había jurado nunca más enamorarse, no se quería atar a nadie;
pero ella era hermosa, vaya que lo era. Además era dulce e inspiraba mucha
inteligencia.
—
¿Cómo te has hecho esto?—le preguntó ella mientras observa la placa de la
radiografía.
Carl
Rogers no sabía que responder. Él no quería hacer mención de su estanque autosustentable,
no quería dar explicaciones, la gente le catalogaba como un loco ermitaño
paranoico. Tal vez debía responder que esa lesión fue provocada jugando baloncesto, o fútbol;
pero él no jugaba a los deportes, a ninguno, aunque si hacía mucho ejercicio,
hacía pilates y ejercicios cardiovasculares.
—Entonces,
señor Rogers, no me dirá como se hizo esto—dijo la hermosa doctora quien era
una mujer alta, exactamente del tamaño de él quien medía 1,75 metros. Ella
tenía el cabello negro y ondulado, ojos miel, y de una hermosa piel color
canela. Sus labios eran carnosos y parecían suaves al tacto.
Carl
Rogers se sentía intimidado y no sabía si era por la belleza de esa mujer o por
la pregunta formulada a la cual titubeaba en responder. Finalmente respondió:
—Fue…
fue jugando baloncesto—dijo rápidamente.
—Oh,
juega usted baloncesto—contestó ella y después se sentó en la silla de su
escritorio. –A mí el baloncesto me ha dado enormes alegrías, lo jugué cuando
estaba en la preparatoria y en la universidad también. ¿Qué posición juega
usted, señor Rogers?
Carl
Rogers maldijo para él, no debió haber dicho que la lesión fue jugando
baloncesto sino fútbol, no sabía un carajo sobre ese deporte salvo que los
jugadores solían ser muy altos y tenían como objetivo meter el balón en un
canasto.
—Juego
defensa, doctora.
—Ah
sí, pues todos en un equipo de baloncesto son defensas y a la vez atacantes.
Haber, señor Rogers, dígame la verdad, sé que usted no juega baloncesto.
Carl
Rogers, en su patio, miraba la pequeña
cancha de baloncesto que había construido para ella. Allí estaba el tablero
intacto, él siempre lo mantenía como nuevo, el balón de cuero sintético estaba
debajo. Colocó el canasto de papas que había recogido y lo puso en el suelo,
luego tomó el balón y lanzó al aro, acertando.
—Tienes
que mantener la vista en el aro, la maya es tu guía. Siempre debes lanzar con
una sola mano y la otra te sirve de apoyo y de mira al mismo tiempo. Tu brazo
con que lanzas debe estar en noventa grados.
A
Carl Rogers no le gustaban los deportes, como se dijo antes, pero le encantaba
tenerla a ella a su lado enseñándole. Se colocaba a su espalda y corregía sus
brazos. Sentía sus manos firmes y fuertes pero de un tacto suave como la seda.
Sentía su aliento. A veces pegaba su cuerpo al de él y el cuerpo de ella estaba sudado y desprendía
un rico olor, era la fragancia natural de ella que tanto le encantaba. Le había
llevado mucho tiempo aprender a tirar correctamente, luego otro tanto para
poder encestarla y después metía balón en el canasto casi como ella.
Carl
Rogers metió unos cuantos tiros esa mañana, le parecía escuchar su voz:
—Así
es mi vida, lo estás haciendo muy bien. Tienes el talento. Hubieses sido un
gran piloto (armador o conductor en el baloncesto).
A
veces jugaban una partida de uno contra uno, le frustraba que ella siempre le
terminase ganando. Había sido sin duda una gran jugadora en la universidad.
—Vamos,
defiéndeme, que estás marcando a la mejor de todos los tiempos—le decía ella
aquellas palabras en tono desafiante para provocarlo. — ¿No puedes contra una
mujer?—luego ella anotaba y él respondía con mejor juego, dando lo mejor de sí
mismo y llegando a ganar en algunas ocasiones.
—Claro
que puedo contra una mujer, ¿puedes tú contra un nerd?—Carl Rogers también la
provocaba, driblaba, avanzaba, giraba y lanzaba un gancho.
—Ahora
verás quién es María Gómez.
Ella
driblaba, cambiaba de velocidad, amagaba su avance. Después se enredó con los
pies de él y ambos fueron a parar al suelo. Ella se levantó primero y le dijo:
—Vamos,
levántate, que me has cometido falta.
—Ayúdame
a levantarme—le dijo Carl Rogers extendiendo su mano derecha.
Ella
le tomó la mano y acto seguido él la haló con mucha fuerza hacia él, cayendo
ella nuevamente, esta vez completamente encima de él. Ambos quedaron frente a
frente, sus bocas estaban cercanas unas a otras y sentían sus respiraciones y
traspiraciones. Luego vino el cálido beso.
Carl
Rogers dejó el balón en su mismo lugar, entonces tomó las hortalizas frescas,
las papas y las tilapias que había pescado y
cargó todo hacia la cocina. En la cocina sacó de la nevera una masa
dulce con trozos de nueces. Luego volvió al patio con una bandeja y la masa
dulce. Carl Rogers cocinaría en su horno solar las galletas favoritas de María
y mientras le daba forma a las galletas, siguió recordando:
—Entonces,
señor Rogers, ¿no me dirá cómo se lesionó esa rodilla?
Carl
Rogers era malo para mentir y una vez descubierto se entregaba por completo.
—Me
he caído en mi propia piscina.
—Eso
parece más lógico, pero ahora creo que me oculta algo. Pero puede mantenerlo
oculto si lo desea. Es su vida privada.
Luego
de ser enyesado, él se despidió cortésmente, se le había cruzado varias veces
por su mente invitar a la doctora a cenar, pero seguro le dirá que no, quién
podría tener interés en un hombre aislado de la sociedad, y menos una mujer tan
hermosa y tan inteligente como ella. Él era un hombre apuesto, con un aire a
George Cluny, pero con mucho menos canas, se vestía de manera anticuada y se
escondía detrás de una barba espesa y desaliñada.
Carl Rogers le había
dado forma a las galletas y luego las colocó dentro del horno, entonces escuchó algo que no había oído en años: el
sonido de un motor a combustible. El sonido se percibía con nitidez, sin duda estaba
cerca. Carl Rogers corrió hacia el interior de su casa para revisar el amplio
monitor que mostraba todos los ángulos del exterior de su refugio.
III
Él
se sentó frente al monitor, el cual estaba dividido en varias pantallas. No
podía haber sido su imaginación, era cierto que él imaginaba muchas cosas y a
veces alucinaba producto de la soledad, pero el sonido de un motor en el
exterior había llegado con implacable nitidez a sus oídos. Pero en el monitor
no se mostraba nada. Subiría entonces al otro piso de su casa. Allí, sobre el
techo, tenía un cubículo que servía de atalaya de observación y además servía
también para defender su casa junto a su fusil de franco tirador, un hermoso y
antiguo Springfield.
Sin
perder más tiempo, subió al siguiente nivel de su casa, luego, desde un cuarto
donde almacenaba el trigo, el arroz y
otros cereales, subió por una escalera de aluminio desplegable hasta ubicarse
en su atalaya. Allí mismo tenía unos binóculos, los tomó y empezó a observar
todo el horizonte a su alrededor. Veía los zombis cerca de su casa, más allá:
las calles desiertas llenas de maleza
con un manto de hojas secas que llevaban cuatro años cayendo sin que
nadie las limpiase, también observaba las casas abandonadas al igual que algunos
vehículos que estaban expuestos a la intemperie día y noche. Pero no divisaba
ningún vehículo en movimiento ni tampoco alguno que no fuese de los mismos que
habían dejado abandonados sus dueños. Allí estuvo observando
ininterrumpidamente, por el espacio de media hora. Se volvía a cuestionar si
había sido su imaginación. Esperó diez minutos más y bajó al patio de su casa,
tenía que sacar las galletas del horno.
Las
galletas estaban listas cuando el abrió su horno solar. Se puso un guante de
agarraolla y retiró la bandeja para
luego llevarla hasta su cocina. Olían muy bien pero no tomó ni una para probar.
Estaba nervioso. Sabía y siempre lo supo, que su casa, al ser un refugio
también era automáticamente un blanco para los saqueadores. Cuando su barrio
fue evacuado y hubo quedado él solo, tres meses después, tuvo que defender su
casa a fuego para evitar que personas hambrientas dispuestas a todo intentaran
invadir su propiedad para robarle sus provisiones. Había quitado la vida a seis
personas que ahora yacían en huesos alrededor de su casa, pero eran saqueadores
inexpertos, cuatro años después, lo que hubiesen sobrevivido, serían muy
fuertes y calculadores. Carl Roger tomó una cafetera, una botella de agua y
volvió a subir a su atalaya. Allí se
quedó hasta la una de la tarde. Tuvo hambre, pero no quería preparar almuerzo,
solo bajó hasta la cocina, sacó un vaso de leche fría de la nevera, después se
sentó a su mesa y la acompañó con algunas galletas. Había comido tres galletas
y bebido todo el vaso de leche. Subió nuevamente hasta su atalaya y allí se
quedó hasta las cinco de la tarde hasta que decidió vigilar su casa desde la
sala.
Una
vez en un su sala colocó una cómoda silla frente al monitor. Trajo una botella
de licor y se dedicó a mirar. No colocó música esta vez, aún seguía nervioso, estaba
alerta. Carl Rogers no confiaba en humanos, en nadie. Todos para él eran
posibles saqueadores y asesinos. El licor, el cual era ron añejo proveniente
del Oriente Venezuela, lo relajó un poco. Siguió tomado y sin darse cuenta ya
estaba un poco ebrio, pero no dejaba de ver el monitor. Ya el sol se había
puesto, así que colocó sus cámaras en modo de visión nocturna. Él seguía
debatiendo con él mismo, si había sido su imaginación o había sido real.
Entonces empezó a quedarse dormido.
—Tengo
que ir Carl, es mi deber como médico. Para eso estudié, para salvar vidas—le
dijo María, Carl estaba soñando y su sueño se iba convirtiendo en pesadilla.
IV
La
pesadilla lo levantó casi a la una de la madrugada, era esa desagradable
pesadilla que volvía siempre a él en dónde la perdía a ella para siempre por
culpa de la maldad humana. Era una pesadilla cargada de profunda frustración,
él siempre intentaba salvarla, pero nunca podía. La muerte de María había
sellado por completo la pesada compuerta de aislamiento de Carl Rogers con la
sociedad, ya no había entrada para nadie más.
Él
se levantó de la silla y después se sirvió otra copa de ron añejo, la tomó de
un solo trago y se dirigió hacia la cocina. Una vez allí bebió abundante agua
fría de la nevera y luego tomó algunas galletas que puso en un pequeño
plato, para irse otra vez al monitor donde volvería a vigilar.
Siguió tomando ron, esta vez más pausado, logrando así lo que él quería: apaciguar
un poco la angustia que le produjo el mal sueño de hace rato. Puso algo de
música, el sueño se le había ido por completo. En su esterero había colocado lo
mejor de Beethoven con arreglos y dirección de Gustavo Dudamel. Lo único que él
consideraba bueno de los humanos era el entretenimiento audiovisual que
ofrecían, incluyendo libros, y era porque un libro o una película de dvd jamás
te iba a traicionar.
De
repente, Carl Rogers observó un breve destello de luz en el monitor. Otra vez
se puso alerta, terminó de dar un trago al vasito con ron que tenía en la mano
y se clavó al monitor. Ahora sabía que no había sido su imaginación. Toda su
atención estaba en la sección de la cámara uno (1) del frente de su casa.
El
haz de luz había destallado a una cuadra de su refugio, específicamente en lo
que fue la casa del Juez O´Hara. Allí en esa casa no había nadie, al menos no
el Juez y su familia. Carl Rogers conocía muy bien a todos sus vecinos, a
quienes él “casi siempre” vio como sus potenciales enemigos más cercanos y más
peligrosos, por tal razón estaba obligado a conocerlos muy bien, porque Carl
Rogers seguía apecho aquella máxima del sabio Sun Tzu, quién dijo: “conoce a tu
enemigo y conócete a ti mismo, y en cien batallas jamás estarás en peligro”.
V
Él
decidió subir a su atalaya, ya eran las dos y media de la madrugada. Había llevado
consigo tabaco para mascar, un recipiente donde escupir y también llevó sus
prismáticos de visión nocturna, lamentó no tener prismáticos de visión térmica,
pero ya no había civilización donde pudiera adquirirlos.
Allí,
en su pequeña atalaya, vigiló con más ahínco, haciendo más énfasis en la
pequeña mansión del Juez O´Hara y en su alrededor. Cuando eran las tres y media de la mañana,
Carl Rogers estaba cansado de la vigilancia, se sentó un momento en la silla de
su pequeña torre. Escupía fluidos de tabaco en el recipiente y sin darse
cuenta, se quedó dormido. A las cinco en punto de la madrugada el canto de su
gallo lo despertó pero también lo
preocupó, ya que el canto de su ave confirma a sus presuntos enemigos que en su
casa hay vida y comida.
Lamentó
tener gallo, sabía que era una alarma para él pero también un indicador de la
abundancia que escondía su refugio, pero tener gallos era necesario para él si
quería tener aves de corral de manera indefinida; era un riesgo que bien valía
la pena. En breve tenía que bajar a su patio para alimentar a sus animales y
también darle mantenimiento a su refugio. Luego de otra hora de observación,
bajó a su cocina, se preparó un café bien cargado y desayunó algunas tostadas
con mantequilla y mermelada de fresa. Comió rápido y salió al patio con una
humeante taza de café. Se había ceñido su cinturón de combate dónde colocó su
peligroso cuchillo, su pistola y además se había terciado una escopeta
Remington automática de ocho tiros calibre 12.
A
pesar de lo malo y lo poco que había dormido, estaba bien alerta. Hizo lo de
costumbre, recoger los huevos, alimentar a sus aves, darle mantenimiento al
estanque, ordeñar sus cabras enanas y alimentarlas. No hizo mantenimiento ni a
su jardín ni a su huerto, no jugó baloncesto ni tampoco hizo galletas, sino que
se subió a su atalaya otra vez; lo rutinario lo
había hecho muy rápido.
A
plena luz del día se dedicó a vigilar desde su torre y fue allí cuando vio el
capó de un carro que no tenía que estar allí, escondido entre los arbustos y la
maleza de la casa del Juez O´Hara. Entonces ese era el vehículo que estaba
merodeando el barrio. No estaba loco después de todo. Ahora pondría más energía
a su vigilancia porque estaba consciente de que él estaba bajo acecho. Su casa
estaba preparada para defenderse de una invasión. Había una única entrada desde
el exterior, y ese era su un portón ubicado al frente de su casa, el portón no
podía ser embestido por algún vehículo ya que frente a éste estaban sembrados
dos grandes árboles por donde apenas podía entra un carro de manera muy lenta,
ya que al hacerlo a alta velocidad inevitablemente el vehículo se estrellaría
de lleno con uno de los árboles. Además, Carl Rogers podía activar por fuerza
mecánica un parapeto conocido como
“garras de tigre” que él ocultaba bajo la rampla de la entrada, el cual es
sumamente eficaz para pinchar neumáticos e impedir el avance.
VI
Así
pasaron tres días de gran tensión para Carl Rogers, hasta que el vehículo
encendió su motor y decidió avanzar, eran las nueve de la mañana cuando ese
carro se puso en marcha y para su sorpresa, el vehículo lo conducía una mujer
quien estaba sola.
Detallaba
el vehículo mientras avanzaba por la calle, el mismo iba directo a su portón.
La calle, como todas las demás y cómo se dijo antes, estaba cubierta por
millares de hojas secas y la maleza que se iba colando cada día a través de las
resquebrajaduras de ésta. Observaba a la mujer, era rubia e iba vestida con una
vieja chaqueta de cuero que tenía el logo de la Fuerza Aérea de US. Los zombis
alrededor de la casa de Carl Rogers voltearon a sus espaldas atraídos por el
sonido del motor y avanzaron hacia el vehículo en marcha, saliendo así de su
letargo para avanzar lentamente. Carl Rogers por primera vez se dio cuenta que
tener zombis alrededor de su casa era otro obstáculo defensivo para penetrar en
su refugio, tendrían que abatirlos primero ellos antes de entrar. Entonces la
mujer frenó el vehículo a unos cincuenta metros de su casa, luego sacó un
letrero por la ventana que rezaba: “NECESITO COMIDA Y AGUA, NO TENGO MALAS
INTENCIONES”. Aquella mujer estaba convencida de que la estaban observando, y
de hecho era así, Carl Rogers la observaba. Hace mucho tiempo que él no veía a
una mujer y esa mujer, a pesar de tener el cabello desaliñado y la cara sucia,
era bonita. Luego la sobreviviente puso su carro en retro, dio la vuelta y se
marchó, ya que tenía al menos unos cincuenta zombis que iban a por ella.
Carl
Rogers sabía que la mujer volvería, ahora él tenía el dilema si asistirla en lo
que ella requería o por el contrario, advertirle que se marchase de sus
cercanías o de lo contrario le quitaría la vida de un disparo certero en su
cabeza. A las dos de la tarde, la mujer se paró con su carro en el mismo lugar
y sacó el mismo letrero con las mismas palabras. Carl tenía que hacer algo,
tenía que haber una fórmula que no lo pusiese en peligro y que a la vez
solventara la necesidad de la mujer. Se puso en los zapatos de ella, el tener
hambre era algo terrible y él lo sabía muy bien; pero también recordó su bella
y amada esposa que también quiso ayudar
, lo cual pagó con su vida, de no haber sido así ella estaría con él ahora
mismo, compartiendo la seguridad de su refugio y él sería feliz.
Meditó
todos los aspectos posibles de que aquello representaba una trampa, una treta
para irrumpir en su refugio, robarle sus cosas y acabar con su vida. La mujer
podría estar sola, como también podría estar con ella una veintena de
sobrevivientes, aunque consideró que no fuesen tanto ya que solo había escuchado
el motor de ese vehículo. Si era una veintena o más de sobrevivientes tendrían
que estar repartidos en otros vehículos, y en ese carro a lo sumo podrían caber
solo seis personas incluyéndola a ella. Así que concluyó, que de tratarse de
una trampa, tendría que defender su refugio contra un máximo de seis personas,
y él no estaba solo después de todo, tenía a más de cien zombis a su alrededor
que también podrían incrementar con facilidad sus números.
Por
otra parte, Carl Rogers había decidido no descuidar más su alimentación, si
venía una batalla él tenía que estar a pleno en sus energías. Luego de meditar
mucho sobre cuál sería su plan a ejecutar, tomó una botella de vino, puso
música clásica y se dedicó a vigilar en su monitor.
Su
plan consistiría en suministrar alimentos y agua potable a la mujer del carro,
con la advertencia expresa de que tomase las provisiones y jamás volviese, de
lo contrario la tomaría como enemiga. Esa noche el preparó un bolso de viaje
con alimentos básicos. Había colocado dentro de éste: tres kilos de harina de
trigo, tres kilos de arroz, un kilo de azúcar, un cuarto de kilo de sal, un
poco de café, diversos enlatados, mayormente sardinas y atún, un tarro de
mermelada, un kilo de su cosecha de
mantequilla, dos kilos de su mejor queso madurado y algunas de sus
galletas. El bolso contenía abundante
provisiones, a lo que él añadió algunos antibióticos de amplio espectro, unas
tabletas de analgésicos y cuatro botellas de agua y una botella pequeña de
cloro concentrado para potabilizar agua contaminada. No entendía por qué estaba
siendo generoso, aquellas cosas que ofrecía mayormente eran provisiones de su
almacén que jamás iba a recuperar porque él no tenía ni los medios ni las tierras
para producirlas. Concluyó que aún le quedaba algo de humanidad después de
todo.
“Y
si esa mujer estuviese realmente sola, y si fuese una buena persona. Tal vez
su… o sus compañeros murieron por alguna gripe, una infección o un ataque
directo de los zombis. Debe ser terrible andar a la deriva, sin cuatro paredes
y un techo donde poder refugiarse, sin saber que se va a comer mañana o si
mañana será el último día”, pensaba Carl Rogers. “Demonios, ¿qué me está
pasando?, no Carl, no puedes, ni lo pienses. Te va a traicionar”, Carl meditaba
la idea de poder dejarla entrar a su refugio, necesitaba una compañera,
ella—María—lo aprobaría, querría que fuese así; pero también podría ser un
error, un grave y a la vez un tonto error. Todo lo que había construido se
podía venir abajo. No, desde luego que no podía tomar ese riesgo, no lo
tomaría. Pero dentro de su ser aún latía un corazón.
VII
Si
Carl Rogers quería entregar las provisiones a aquella mujer, tenía que crear
una distracción a los zombis para llevarlos
a la parte trasera de su refugio. Afortunadamente los zombis no solo
tenían apetito por los humanos sino también por los animales vivos. Pero él
tendría que comunicar su plan a la mujer. Podía usar su altavoz portátil o
escribir en un letrero; era más fácil desde luego comunicar por su altavoz.
Cuando
la mujer llegó con su carro a la misma hora, él ya estaba en su atalaya con
megáfono en mano. La mujer sacó el mismo letrero, y él desde su atalaya
comunicó su plan hablando en plural para hacer creer que, allí en su refugio
había más de una persona:
—
¡Nosotros te vamos dar las provisiones, luego las tomas y te vas! ¡Si no lo
haces daremos fin a tu vida!—indicó Carl Rogers.
Los
zombis se empezaban a acercar al vehículo de la mujer y Carl Rogers de manera expedita
comunicó su plan a la mujer.
El
plan consistía en lanzar al exterior el bolso con provisiones, las botellas de
agua potable y la botellita de cloro concentrado; luego, con un par de gallinas
puestas en una jaula, y esta jaula asida a una vara, Carl Rogers las llevaría
al otro extremo de la casa, poco a poco, con el objetivo de mover toda la masa
de muertos vivientes. Él haría todo lo posible para no perder sus gallinas
ponedoras las cuales por razones obvias eran muy valiosas. La hora de la ejecución
del plan iba a ser a las doce del mediodía. La mujer dio marcha atrás con su vehículo y se marchó.
A
treinta minutos de la hora prevista, Carl Rogers llevó una escalera de aluminio
desplegable al frente de su casa, muy cerca del portón. Subió por las escaleras
con las provisiones y el resto de las cosas. El bolso con el contenido antes
descrito lo arrojó al exterior y los zombis ni se inmutaron por éste. Después
tomó la vara en donde estaba asida la jaula con las gallinas y se ubicó en la
esquina derecha de su muro y a continuación
sacó el cebo. Los zombis, al oler la carne fresca de las gallinas se
empezaron a dirigir hasta esa esquina. Su muro medía poco más de tres metros.
La horda de zombis se aglomeró allí, luego Carl Rogers fue desplazando el cebo
poco a poco hacia la parte posterior de su refugio y a su vez los muertos
vivientes se desplazaban, ellos no podían llegar a las gallinas pero lo
intentaban con arrebato feroz. Una vez que él llegó con sus aves hasta la parte
trasera de la casa, ató la vara a una de las vigas de acero en el muro que
servía de sostén al alambrado de púas. Acto seguido, Carl Rogers subió
rápidamente a su atalaya, desde donde
vigilaría todo la operación con su Springfield.
La
sobreviviente, una vez que se percató que el
camino estaba despejado de muertos vivientes, avanzó hasta dónde estaban
las provisiones. Se bajó de vehículo y empezó a recoger las cosas que le habían
dejado. Carl Rogers la detallaba con el telescopio de su arma, era muy bella,
también era delgada, no pesaría más de cuarenta y cinco kilos, y tendría de
estatura 1,65 metros. Él solo la enfocaba a ella y se había descuidado de
vigilar alrededor de la sobreviviente y, cuando empezó a hacerlo advirtió que varios zombis de otros
lugares avanzaban hacia a ella.
La
mujer ya había notado que los podridos venían por ella, y solo le faltaba tomar
las botellas de agua y de cloro, meterlas en su carro y largarse. Súbitamente
se escuchó un disparo, Carl Rogers abatía al zombi que estaba más próximo a
ella. La mujer volteó para ver el zombi neutralizado luego vio hacia la
atalaya, estaba sumamente nerviosa, dos botella se le cayeron y una fue a rodar
alejada de ella. Otro disparo se escuchó y otro zombi cayó. De pronto empezaron
a salir más zombis de quien sabe qué lugar, eran atraídos sin duda por el
sonido de los disparos. El asunto se empezaba a complicar, Carl Rogers no había
tomado en cuenta que muchos zombis estarían por allí ocultos entre las casas
del barrio en estado de letargo y que ahora habían sido despertados. Se
aproximaban muchos y si la mujer no se apuraba Carl Rogers no podría
neutralizarlos a todos.
Cuando
la mujer introdujo todas las provisiones en su carro, excepto aquella botella
de agua que se fue rodando alejándose de ella, se dispuso a arrancar y a
largarse de allí para siempre, pero su carro se había apagado, intentaba
prenderlo, pero el vehículo no respondía. Desde la atalaya Carl Rogers seguía
disparando con su Springfield, lo hacía con angustia, además, cada cinco
disparos tenía que recargar su arma. Su plan no había resultado, la mujer sería
devorada en breves instantes; al menos que él bajase, abriese su portón y la
rescatase dejándola entrar a su refugio. Ya no había tiempo para pensar en más
opciones.
VIII
—Baja
tu arma—le ordenó Carl Rogers a la sobreviviente.
La
mujer bajó su pistola automática con la que hace rato se había defendido de los
zombis, y la puso sobre el piso. El portón ya se había cerrado por completo y
desde afuera se escuchaba los fuertes quejidos de los muertos vivientes quienes
también arañaban y aporreaban el gran portón de acero reforzado.
Carl
Rogers la apuntaba directamente a la cara con su Remington, cualquier
movimiento en falso y la mujer perdería su cabeza.
—Pégate
contra la pared, abre las piernas y levanta los brazos—volvió a ordenar Carl
Rogers, quien luego se terció la escopeta para después empuñar su Beretta, puso
el cañón de la pistola contra la espalda de la mujer y luego la empezó a
revisar para ver si portaba otras armas. Lo que consiguió fue un cuchillo de cacería
de una hoja mediana y bien afilada.
—No
me interesa hacerte daño. Intentaré reparar mi carro y luego…—dijo la mujer con
sus brazos levantados y pegados a la pared.
—
¡Silencio!—exclamó Carl Rogers, pegando con más fuerza el cañón de su Beretta
contra la espalda de la mujer.
—Oye,
no es necesario que…—habló la mujer nuevamente.
—Te
dije… silencio.
La
extraña, a pesar de ser una mujer hermosa, olía mal y Carl Rogers notó que, al
tocar su cuerpo para revisarla, estaba bastante delgada. La ropa que llevaba
puesta la hacía aparentar un peso que no era el suyo, tomando en cuenta que aún
con la ropa lucía flaca. Sintió lástima por ella.
—Te
quedarás algunos días aquí. Luego veremos qué plan llevar a cabo para que te
vayas—dijo Rogers y luego advirtió: — Y si intentas cualquier cosa extraña yo
mismo terminaré con tu vida y te arrojaré a los podridos. –Baja los brazos. Ya
te puedes dar la vuelta. Mi nombre es Carl Rogers. ¿Cómo es el tuyo?
—Melissa,
Melissa Porter—contestó la mujer luego de bajar los brazos y darse la vuelta.
—
¿Andas sola, Melissa?
—Sí,
mi pareja murió hace dos semanas a manos de…
—
¿De quién?
—De
un grupo muy extraño de sobrevivientes.
—Okey,
luego me hablarás de ellos—dijo Carl Rogers—. Ahora, sígueme.
Ambos
se empezaron a alejar del portón e iban caminando por un pequeño sendero de
concreto. Mientras Melissa caminaba estaba maravillada por todo lo que le
rodeaba: Árboles frutales, flores, una especie de acuario de piscicultura, un
amplio huerto, el cacareo de gallinas y gallos, incluso, hasta el canto de
algunas aves que venían de afuera para
comer frutas.
IX
—Este
es mi refugio. Es un ecosistema urbano autosustentable—comentó Carl mientras se
dirigía a su laguna artificial. –Hace un tiempo me dijeron que estaba
paranoico. Un maniático del fin del mundo, un loco más. Se burlaron de mí hasta
al cansancio—añadió él viendo fijamente a sus peces tilapia ya estaba frente a
la piscina.
Melissa
oía, pero su vista estaba fija en un canasto de manzanas frescas, rojas y
verdes. Carl Rogers notó que la mujer solo le prestaba atención al canasto de
manzanas que estaba sobre una mesa cerca del estanque.
—Puedes
tomar algunas manzanas, si lo deseas—Carl Rogers le hizo la invitación y ella
sin esperar un segundo ya había tomado
dos manzanas rojas.
Melissa,
literalmente estaba devorando las manzanas. Mordía una y saltaba para la otra.
—Despacio,
come con calma. Hay muchas más—sugirió Carl.
—Gracias—dijo
Melissa con la boca llena.
Melissa
no solo sentía que su hambre se saciaba y sus energías se recuperaban, también
sentía un enorme placer y a la vez su cuerpo se refrescaba con el agua
contenida en las frutas que devoraba. Carl Roger tomó una manzana verde y
grande, la mordió, estaba moderadamente ácida y dulce. Y mientras comía de su
manzana verde, disfrutaba ver comer a su refugiada. Por primera vez en mucho
tiempo se sintió útil. Melissa devoró un total de cinco grandes manzanas rojas.
Luego eructó: ¡Arrrhh!
—Disculpa,
no ha sido mi intención—se excusó la hambrienta mujer.
—Descuida—le
respondió Carl—, pero debes dejar espacio para una comida de verdad. También
debes asearte y botar esa ropa a la basura. Apestas.
—Lo
siento. La verdad es que ya no sé si apesto. Llevo mucho tiempo sin poderme
bañar.
—Entiendo.
Sígueme. Te mostraré donde te puedes bañar. Tengo agua caliente, champú, jabón
y ropa limpia.
Melissa
no lo podía creer: ¿agua caliente, jabón, ropa limpia? Era sin duda como un
sueño que estaba viviendo, pero éste era real. Por otra parte, Carl Rogers
había bajado su guardia y paranoia. No comprendía qué le pasaba, aquella mujer
podría ser una especie de señuelo, una trampa de los saqueadores, pero él
sentía que Melissa no le estaba
mintiendo en absoluto. Estaba disfrutando de una compañía humana, estaba
disfrutando de la compañía de una mujer, otra vez.
Carl
Rogers le mostró uno de los baños a Melissa, le indicó donde era el agua
caliente y donde estaban las demás cosas. Luego le dijo que en breve le traería
ropa limpia. Cuando él la dejó a solas en el baño, se dirigió rápidamente hacia
la parte de atrás de su casa, había olvidado por completo sus dos gallinas que
había usado como cebo. Deseó que no fuese tarde. Pero al llegar al lugar se percató que sus
gallinas aún estaban allí, acto seguido las liberó y las llevó a su corral.
Posteriormente fue por ropa limpia para Melissa y también por una bolsa de
basura para que ella depositara su ropa vieja y mugrienta allí para luego
desecharla.
—
¡Hey, Melissa! Aquí te dejo ropa limpia y una bolsa para que botes tu ropa
vieja—Carl había entreabierto la puerta luego de preguntar si podía entrar.
Dejó la ropa limpia y la bolsa sobre un mueble del baño y luego se marchó.
Melissa
había durado casi una hora en el baño, Carl Rogers lo vio como algo natural
para una persona que tal vez llevaba años sin tomar una ducha en un baño
decente y que tendría semanas sin darse un aseo al menos básico. No la
interrumpió, tenía que advertirle sobre el uso moderado del agua caliente, ya
que no era ilimitada, pero pensó que sería mejor comunicarle luego. Mientras
tanto, aprovechó el tiempo para hacer un buen almuerzo. Ya era cerca de las dos
de la tarde.
—Hola—interrumpió
Melissa a Carl Rogers mientras terminaba de preparar el almuerzo.
El
cambio que tuvo Melissa después de bañarse fue del cielo a la tierra. Su rostro
se había despercudido por completo, su cabello desaliñado y apelmazado ahora
estaba sedoso y limpio y además olía a champú.
La ropa que llevaba puesta era un mono azul, una pequeña playera color
rosa y calzaba unas cómodas sandalias, y ahora sus ojos azules brillaban, los
cuales eran muy hermosos para Carl Rogers.
—Vaya,
estás hermosa—dijo Carl.
—Y
limpia también—expresó Melissa con una tímida sonrisa.
—Je,
je. Pues sí, y hueles muy bien.
—Me
he puesto una loción femenina para el cuerpo que tenías en el baño. Huele muy
rico.
—Así
es, huele muy bien—Carl Rogers estaba embobado. — ¡Bien!—exclamó después,
tratando de disimular su actitud atontada—ayúdame a colocar la mesa. Lleva esta
ensalada al comedor—Carl señaló la mesa del comedor—y ayúdame con los cubiertos
y platos.
Melissa
preparó la mesa de manera adecuada, un símbolo de que no se había convertido en
una salvaje y que tampoco había perdido sus buenos modales. Él empezó a colocar
las bandejas de los platos fuertes del almuerzo sobre la mesa: pescado al horno
en salsa bechamel con queso madurado de su propia cosecha, y papas al horno y
panecillos, más la ensalada con hortalizas frescas que ya Melissa había
colocado sobre la mesa. Luego Carl Rogers trajo vasos y copas, una botella de
vino y una jarra de vidrio con agua fría.
—Vaya,
no sé cuándo fue la última vez que vi tanta comida y menos colocada sobre una
mesa de manera tan bonita—comentó Melissa.
—Y
ahora tendrás un buen provecho, pero prométeme una cosa—dijo Carl mientras
servía vino tinto en la copa de Melissa.
—Sí,
dime. ¿Qué tengo que prometer?
—Que
harás tu mayor esfuerzo en comer despacio—habló Carl y luego empezó a servir la
comida en el plato de Melissa, empezando por la ensalada, luego las papas al
horno, los panecillos que colocó en un platillo aparte, y una pieza grande de
pez al horno bañado en abundante salsa bechamel con el queso gratinado.
Carl
se sentó al otro extremo de la mesa la cual era rectangular y tenía dos metros
de largo. Él se sirvió también y luego dijo:
—Bien…
¡bon appétit!
—Bon appétit—contestó
Melissa, haciendo un gran y terrible esfuerzo por no devorar todo lo que tenía
en su plato.
Lo primero que hizo ella fue dar un moderado trago a
su vino, el cual empezó a relajarla. Después hizo un delicado corte con el
cuchillo a su pescado y con el tenedor tomó el trozo cortado. Lo probó y le
pareció celestial.
—Qué bien cocinas. ¿Eres chef?—quiso saber Melissa.
—Digamos que solo me gusta el arte culinario. Y bien
Melissa. Háblame de ti. ¿Quién eras y qué hacías antes de La Era Z?
—Yo, bueno. La verdad no era la gran cosa. Solo era
una mantenida y malcriada por mis padres, era una niña rica que se resistía a
entrar a la universidad. Mi padre era dueño de una cadena de restaurantes de
comida latina, especialmente comida hondureña y venezolana. Mi madre, bueno, mi
madre solo se la pasaba en un Spa y en un salón de belleza.
—Okey, entonces, ¿no entraste a la universidad?
—No, nunca lo hice.
— ¿Y qué edad tienes?
—Veintitrés años—contestó Melissa y luego comió otro
trozo de pescado esta vez acompañado con un pedazo de papa, después tomó de su
copa de vino. — ¿Qué me dice usted, señor Carl?
—Dime Carl, solamente. Okey, lo que ves aquí en este
refugio era lo mismo que podías ver antes de este apocalipsis, no había casi
diferencia. Excepto que yo era un diseñador de páginas Web.
—Entonces era el trabajo idóneo para una persona que
se preparaba para esto—comentó Melissa y luego mordió uno de los panecillos,
los cuales estaban deliciosos y calientes aun.
—Desde luego, un gran trabajo. No me gustaba salir de
casa, nunca se sabía cuándo iba a comenzar todo.
—Y no te equivocaste, Carl, no te equivocaste.
—No, desde luego que no.
— ¿Y qué edad tienes?—preguntó Melissa.
—Tengo treinta y nueve años.
—Ya casi cuarenta. Pero te ves muy joven, eh. Debes
hacer muchos ejercicios.
Carl se sonrojó por el halago.
—Sí, hago mucho ejercicio, como Will Smith, sumado al
trabajo que da mi ecosistema.
—Disculpa, ¿dijiste, Will Smith? ¿El actor?
—Sí, a él me refería. Es que es mi actor favorito.
—Ya va, no me digas—dijo Melissa sosteniendo su copa
de vino—y tú película favorita es…Soy…
—Sí, Soy Leyenda.
—Y la mía también. Solo que a mí me tocó ser la
rescatada.
Carl Rogers empezó a reírse ante aquel último
comentario y ella también.
— ¿Has leído el libro, Melissa?—preguntó luego, Carl.
— ¿Cuál libro?
—El de Soy Leyenda.
—No sabía que había un libro. ¿Y qué tal es?
—Pues, muy diferente a la película. Pero es muy bueno.
—Qué interesante, me gustaría leerlo.
La conversación siguió por un rato más, aun después de
terminar el almuerzo. Carl Rogers había ido por otra botella de vino para volver a llenar las copas a rebosar y después
invitó Melissa al patio para mostrarle todo su ecosistema.
—Esta es, como viste antes, mi laguna de peces, son de
una raza llamada tilapia, y bueno, ya ves que saben muy bien, ellos se
reproducen rápidamente y aquí está…—Carl Rogers seguía explicando cómo
funcionaba su ecosistema, también le mostró su pequeño ganado de cabras
africanas, pero ya Melissa parecía no prestar atención, a cada rato bostezaba.
— ¿Estás aburrida?—preguntó Carl. Sostenía su copa de
vino al igual que Melissa. Ya eran casi las cuatro de la tarde.
—Oh, disculpa. Me has pillado. No estoy aburrida,
Carl. Es solo que estoy…
— ¿Cansada?
—Sí. Llevo muchos días sin dormir al menos tres horas
seguidas.
—Lo siento.
—Pero descuida. Sígueme mostrando tu ecosistema. Que
bonitas cabras, por cierto. No sabía que existían cabras enanas. ¿Y realmente
son africanas?
—Bueno. Ven, te quiero mostrar tu habitación. Quiero
que descanses—indicó Carl.
—Oh no Carl, no es nada. Es simplemente cansancio. Es
que también la buena comida y este vino—Melissa señaló su copa—me han relajado
por completo.
—Vamos, ven. Te voy a mostrar tu habitación—Carl tomó
a Melissa por el brazo de modo delicado e hizo que la siguiera hasta la
habitación donde se quedaría.
Ambos se dirigieron hasta el interior de la casa,
subieron las escaleras y después Carl abrió la puerta de una habitación en
donde las paredes estaban pintada de un rojo suave, las cortinas de las
ventanas eran levemente del color de las paredes, así que al entrar el sol, la
habitación era bañada con una sensación de calidez de color rojizo en el
ambiente.
—Bueno, no es una habitación lujosa pero te brindará
cobijo y un buen descanso el tiempo que vaya a estar aquí.
— ¿Estás bromeando? Sí es preciosa—comentó Melissa
admirada por el cuarto.
—Okey, ahora te dejo para que te arregles y descanses.
—Gracias, Carl—dijo Melissa, estaba muy cerca de Carl
Rogers y sus ojos azules brillaban.
Carl Rogers tuvo una sensación agradable al tenerla
tan cerca. Melissa era bella y él tuvo deseos de abrazarla, tal vez de besarla;
pero tenía que tener precaución, no debía precipitar algo que era incierto.
—Bien, te dejo. Voy a ver qué preparo para la cena.
Puedes dormir un poco. Con permiso—Carl se despidió, interrumpiendo así ese
momento agradable.
X
Carl Rogers tomó un momento para él, tenía que meditar
en la nueva situación que se le presentaba. Se sentó en su cómodo sofá y se
volvió a servir vino, rebosando otra vez su copa y luego colocó el cd de Enya
en su equipo de sonido. Pensó en la posibilidad de que Melissa siempre le
estuvo mintiendo, tal vez ella era una especie de Caballo de Troya para que los
saqueadores tomaran definitivamente su refugio y también acabaran con su vida;
no obstante, Melissa no parecía mentir, y además, ella le gustaba. Si ella no
estaba mintiendo, ¿por qué entonces no dejarla vivir con él? Él necesitaba
compañía, la necesitaba a ella, tal vez más de lo que ella lo necesitaba a él.
Cuando eran cerca de las seis de la tarde, Carl Roger
había empezado a preparar las cena y lo primero que hizo fue la masa para
hornear sus acostumbradas galletas. Luego sacó un par de carnes de hamburguesa
congelada, y posteriormente hizo una masa para preparar un par de panes en
forma redonda.
Cuando eran las siete de la noche ya la cena estaba
casi lista. Carl subió a la habitación de Melissa y luego entró a ésta, pero
Melissa aún estaba durmiendo, apaciblemente,
y no quiso despertarla sino que la dejó descansar. Cenaría solo, después
de todo llevaba mucho tiempo cenando solo, no habría ningún problema. Él guardó
la cena de ella y dejó una nota en su habitación para cuando se despertara,
indicando que su comida estaba guardada en el horno.
Melissa no despertó, ni siquiera a mitad de noche ni
en toda la mañana, lo hizo fue a la una de la tarde del siguiente día. Luego de
levantarse de la cama, fue a asearse al
baño en donde ya había otra muda de ropa limpia. Una vez terminado su aseo fue hasta la
cocina, allí estaba Carl Rogers terminando de preparar el almuerzo.
—Al fin la Bella Durmiente se ha levantado—comentó Carl mientras probaba
una sopa que cocinaba.
—Ah, disculpa Carl. Ni siquiera tuve conciencia del
tiempo que dormí.
—Descuida, está bien que hayas dormido bastante. Te
voy a calentar tu desayuno y también comerás una rica y nutritiva sopa que
estoy preparando.
—Gracias, tengo mucha hambre. Ah, y te prometo que
comeré con calma.
— ¡Ja, ja, ja!—rió Carl—seguro que lo harás. Ven,
ayúdame a acomodar la mesa.
Ambos volvieron a comer juntos, Melissa pudo comer su
desayuno, su sopa y también las galletas que había preparado Carl del día
anterior. Tuvieron otra agradable conversación y tomaron vino. Melissa vestía
unos pantaloncillos y una blusa blanca que le sentaba muy bien.
Luego de almorzar, ambos se sentaron en la sala para
mirar una película, y desde luego la película fue: “Soy Leyenda”. Cuando la
película estaba llegando a la parte final, los dos empezaron a llorar
levemente, Sam una vez más moría a manos de su querido amo.
— ¿También lloras en esta parte?—preguntó Carl Rogers.
—Siempre.
—Yo también—respondió Carl.
Ambos estaban sentados muy cerca en el sofá frente a
la televisión, y por un extraño magnetismo, las manos de ellos se fueron
acercando hasta entrelazarse. Carl sintió el calor de sus manos, las cuales
tenías algunas callosidades, pero mayormente estaban suaves, y ella sintió el
calor de él, su fuerza y su masculinidad; las manos de Carl eran grandes,
doblaban a las de ella en tamaño. Así estuvieron—con las manos
entrelazadas—hasta que terminó la película, entonces Carl Rogers soltó su mano
y le preguntó:
— ¿Quieres ver el final alternativo de la película?
—Sí, desde luego que sí—le respondió Melissa.
Era de esperar que Melissa supiera que Soy Leyenda
tenía un final alternativo, era su película favorita. Cuando el final
alternativo también hubo acabado, ambos no sabían que conversar, estaban
callados, tímidos y no podían sostenerse la mirada por mucho tiempo; pero ellos
querían estar más juntos, totalmente pegados.
—Voy por más vino—Carl rompió el silencio y fue por la
botella.
Al rato, después de que uno y otro dieran algunos
sorbos a sus copas, volvieron a acercar sus manos, esta vez intencionalmente,
pero nunca se supo quién había empezado primero a aproximar su mano. Carl y
Melissa acercaron sus cuerpos también, él colocó su copa de vino sobre la
pequeña mesa del centro, y luego también tomó la de ella y la ubicó en el mismo
lugar. Lo que siguió a continuación fue un tierno beso, que de la ternura y la
delicadez pasó a la más profunda pasión. Carl y Melissa hicieron el amor esa
tarde sobre el sofá. Ella estaba feliz y él se volvía a sentir completo otra
vez en su vida.
XI
Setenta y dos horas habían pasado desde que Carl Rogers
había rescatado a Melissa. Y en setenta y dos horas Melissa estaba rogando por
su vida, deseaba con todas sus fuerzas volver al mundo exterior porque al menos
allá, en ese mundo de zombis, ella sabía defenderse, pero ahora estaba frente a
un monstruo mayor. En pocas horas, Carl Rogers había dejado de ser un bondadoso
hombre y un tierno amante.
—Melissa, ¿Sabes por qué aun continuó con
vida?—preguntó Carl, pero Melissa no podía responder porque estaba
amordazada; y al mismo tiempo atada con
cadenas a la pared de un extraño y húmedo cuarto que estaba en el sótano de su
refugio.
Melissa lloraba, y el maquillaje que se había colocado
ese día, ahora se le corría por su rostro a causa de las lágrimas derramadas.
Estaba desnuda, cubierta apenas por ropa interior.
—Bien, te respondo por qué aún sigo con vida—continuó
Carl Rogers mientras disfrutaba escuchar los sollozos de su víctima—. Porque
yo, Melissa, no confío en nadie. Y jamás volveré a confiar en el ser humano.
¿Qué…me quieres decir algo?—le preguntó Carl acercando su rostro a la boca
amordazada de Melissa—lo siento, no te puedo entender, déjame quitarte esto.
Carl le quitó la mordaza a Melissa la cual consistía
en una correa de cuero y una bola de plástico que iba en la boca.
—Habla—le ordenó Carl Rogers.
Entre sollozos entrecortados y una agitada
respiración, Melissa pudo hablar.
—Por favor, Carl. No me hagas esto no me hagas daño.
Si lo deseas me voy hoy mismo de tu casa. Yo te amo, Carl. No entiendo qué te
pasó, pero no soy lo que tú piensas.
—¡¡Cállate!!—le gritó Carl y luego le dio una fuerte
bofetada que dejó a aquella indefensa y pobre mujer, desmayada. Le había roto
sus labios y un hilillo de sangre se empezó a mezclar con las lágrimas de ella.
Luego Carl le volvió a colocar la mordaza y continuó su discurso, esta vez
caminando de un lugar a otro. La habitación donde estaba era tétrica, húmeda y
sofocante, con un ligero olor a muerte.
— ¡Despiértate, anda!—Carl le arrojó un cubo de agua
fría y Melissa despertó intentando buscar aire. –Melissa, ¿sabes cuántas veces
he visto, “Soy Leyenda”?...doscientas siete veces; pero jamás…jamás, la
película será como el libro. Yo Melissa, he leído el libro cuarenta y dos
veces. Ya sé que tú no lo has leído, pero a causa de una mujer como tú, bella,
frágil y con aspecto de inocente, “Robert Neville” siempre muere a causa de la
traición de ella; pero yo no soy Robert Neville, soy Carl Rogers y NO SOY LEYENDA. Yo viviré y moriré anciano y gordo.
—Pero morirás solo—balbuceó Melissa—mientras yo pude
ser tu compañera, tu mujer, tu esposa.
— ¡Callad! ¡Basta ya de mentiras!—gritó Carl haciendo
un gesto de amenaza con su mano derecha, luego añadió: —Yo ya tengo una esposa,
y no moriré solo… ¡Conoce a María!, mi único amor.
Carl Roger activó un mecanismo y una pesada lámina de
madera fue subiendo lentamente, era un portón, y de allí salía alguien
caminando torpemente, gimiendo y emitiendo un horrible sonido de respiración
asmática. Se escuchaban también el arrastre de unas cadenas. La mayor parte de
esa tétrica habitación estaba oscura, por tal razón Melissa no podía distinguir
que era lo que se aproximaba hasta ella. Hasta que pudo ver con claridad, una
vez que eso avanzó hasta la luz amarilla de una bombilla. Era una mujer
convertida en zombi, solo los Cielos sabría cuánto tiempo llevaba allí
encadenada y encerrada en el sótano.
— ¡Suéltame, Carl!, te lo ruego. Déjame ir, por
favor—Melissa empezó a llorar con más fuerza—. Por favor, Carl. No me hagas
esto.
—No debiste acércate jamás a mi refugio, Melissa,
jamás. Incluso, debiste haberte ido con las provisiones que te suministré.
—No fue mi culpa, Carl. El carro se había averiado.
— ¡Mentira! ¡Eres una mentirosa!—gritó Carl y al mismo
tiempo se acercó a ella para halarle fuertemente su cabello rubio. María, la
espeluznante zombi se acercaba cada vez más a Melissa. –Crees que no sé qué
todo fue una trampa para espiarme.
Anoche vi a tus amigos saqueadores llevarse las provisiones, ¿cómo
sabían ellos que eso estaba allí?
—No sé de qué me hablar, Carl. Hace dos semanas
asesinaron a mi pareja, solo he venido huyendo y…
— ¡Cállate!—vociferó Carl y luego dio otra bofetada a
Melissa.
De pronto las emociones empezaron a moverse dentro de
Carl Rogers, comenzó a dudar de sus conjeturas y tal vez Melissa estaba
diciendo la verdad. Entonces las cadenas que asían a María se tensaron porque
estaba tratando de tomar a Melissa, pero no podía llegar hasta ella. Había una línea blanca divisoria pintada en
el piso. Hasta allí podía llegar el espectro de María quién olía muy mal, era
entre un olor a muerte y un tufo muy agrio, como a secreciones humanas. Melissa
vio que Carl estaba dubitativo, sintió esperanzas, sabía que él tenía
humanidad, ella lo conoció, compartió con él y besó sus labios. Pudo
entenderlo, en un mundo donde todo es salvajismo cualquiera puede perder los
cabales por un tiempo.
—Libérame, Carl. Por favor—suplicó otra vez Melissa.
Carl Roger se alejó unos pasos de ella, de manera muy
lenta, mirando hacia el piso. Un torbellino de pensamientos pasaba por su mente
y tenía que tomar una sola decisión. Los ojos llenos de lágrimas de Melissa
estaban clavados en él y la aterradora y hambrienta zombi trataba de llegar con
sus manos extendidas hacia el cuerpo de Melissa. Carl dio otros dos pasos más,
se detuvo nuevamente, a su derecha, en la pared, estaba una palanca. Él posó su
mano sobre la palanca y la sopesaba lentamente, como una caricia.
“No, Carl, no lo hagas. Por favor”, pensaba Melissa.
Carl Rogers empuñó la palanca, luego la bajó y las
cadenas de María tomaron más espacio hasta llegar a su víctima. Melissa cerró los ojos, con
amargura y profundo dolor aceptó su destino, en un instante trató de comprender
a la humanidad y a los zombis, no había diferencia. La bella y rubia Melissa
empezaba a dar gritos de dolor al sentir su carne desgarrada, luego no sintió
nada, luego se marchó para siempre.
XII
Carl Rogers se encontraba llorando mientras escuchaba
Enya. Sostenía asimismo un vaso con brandy. Mañana sería otro día para él.
Entonces empezó a escuchar el rugir de varios motores, aquello era muy cerca de
su casa. Efectivamente eran vehículos apostados muy cerca de su refugio, los
había visto a través de sus cámaras. Sin soltar el vaso de brandy subió hasta
su atalaya para ver con sus prismáticos. Eran tres vehículos rústicos formados
de manera horizontal. Alguien, del carro que estaba en centro de la formación, sacó una pancarta que tenía exactamente el
mismo estilo de letra que los letreros que había mostrado Melissa. Y Rezaba lo
siguiente:
—Libera a Melissa ahora mismo. O pagarás con sangre.
Carl Rogers, de manera tranquila, bebió un buen sorbo
de su brandy, después tomó su Springfield, apuntó a través de la mira
telescópica y disparó. La pancarta que sostenía el hombre del vehículo caía al
suelo, porque Carl Roger le había volado la tapa de los sesos a tal sujeto.
Después que Carl acertara a su blanco sin mediar palabra alguna, agarró su
megáfono y respondió lo siguiente ante aquella amenaza:
— ¡Pues adelante, los estamos esperando!
Carl volvía a hablar en plural, pues realmente no
estaba solo, y nunca lo estuvo, estaba con María, su esposa convertida en
zombi, y además estaba con un ejército de muertos vivientes. Carl Rogers amó a
los zombis.
Fin.
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